Como si de un retrato en color sepia se tratase, con las palabras de Baroja vas entrando poco a poco y casi sin darte cuenta en un mundo que te parece algo extraño y ajeno; es España.
Al principio no entiendo la historia hecha fragmentos, me cuesta unir retales para encontrar un hilo común que, de pronto, aparece casi sin verlo, dejando así atrás las pinceladas sobre cada personaje, caricaturas de los madrileños del XIX.
Hurtado vive en su hastío, en una especie de angustia que le lleva a la absurdidad, jugando con los conceptos estoicos, las dudas sobre la moral, pero siempre utilizando estos conceptos como una excusa para fotografiar con palabras el entorno que lo rodea. La España seca, áspera, manchega, se presenta como un terreno yermo y duro que acaba siendo hostil para Hurtado, Madrid es sórdida pero guarda el pasado, reencontrarse allí con los personajes abandonados en la segunda parte de la novela es un modo de ver tanto el desarrollo del personaje, como la manera en que aquello que llaman lógica interna lleva a cada uno a ser lo que es.
Y a partir de aquí puedo ver de puntillas la felicidad de Hurtado, destinada a convertirse en desgracia, pero que a pesar de ello es vivida con plenitud por el personaje. Al final, sólo queda el abandonarse, enfrentar la idea de que lo único que podía sacarlo de su propia amargura ha desaparecido. Un personaje redondo, que se transforma a través de sus vivencias, los diálogos con Iturriaz; un hombre que, en el fondo, sólo pretende vivir en armonía, aunque eso conlleve aislarse de todo lo que le rodea. Hurtado es fiel a la imagen que crea en nosotros.